jueves, 19 de marzo de 2015

"Del holocausto al Muro de los Lamentos" por Sergio Bacari

El martes, día de las elecciones en Israel, llegué bien temprano a la zona llamada "Katamonim" de Jerusalem para trabajar durante la mañana en una de las entradas de un colegio. Por razones que no vienen al caso, no me permitieron levantar allí mi mesa y tuve que irme.
Eran las 6:30 de la mañana y me encontré paseando por la capital, sin rumbo. El auto me llevó al barrio ultra ortodoxo de Gueula, que ya estaba bastante activo. En un bar al que entré para desayunar, se inicio un dialogo con el dueño a quien le costaba entender el motivo de mi visita; le conté que estaba buscando golosinas que se pudieran comer en Pesaj para regalarle a mis sobrinos religiosos que viven en Argentina. Como suele ocurrir, se interesó por la comunidad ortodoxa de mi barrio natal, de mis raíces, de mi acento y mientras trataba de convencerme de que hiciera un rezo, hablamos de sionismo y religión.
Le conté sobre mi nuevo hobby en Facebook con la intención de que me contara algo interesante para transmitirle a la gente que suele leer mis relatos, y luego de decirme que su vida no es para nada interesante me preguntó cuándo había estado en el Kotel por última vez. Le dije que justamente hacía un par de semanas lo había visitado (sin decirle que fue un día sábado ja ja ja) y me dijo lo siguiente:
—Hay una persona que habrás visto cada vez que visitaste ese lugar; gente como vos llega al kotel sin kipah y él es quien se la da. Se llama Biniamin, y si tenés suerte y picardía, vas a lograr que te cuente un cuento que pocos conocen acerca de una persona a la cual no hay judío en el mundo, que haya visitado el Kotel , que no se la haya cruzado.
Al Kotel lo visitan muchísimos más turistas que a la mismísima Torre Eiffel de París. ¿Quién de ustedes no estuvo y se encontró en la entrada con una cabina llena de kipot (gorras) y cosas para rezar?
Al llegar, vi que el lugar estaba vacío de turistas, y que solo había gente rezando; demoré sólo un minuto en encontrar a Biniamin Vartzberger (88 años, en la foto) quien me contó la siguiente historia:
Era otra mañana rutinaria, negra de las negras en mi país, Hungría, durante la Segunda Guerra Mundial. Yo era un joven que, como tantos otros, trabajaba cargando las vías de tren, que pesaban toneladas, con las manos destrozadas y los huesos que me salían por todo el cuerpo a causa del hambre. Como de costumbre, en un determinado momento llegó la orden de repartir la única comida del día, motivo por el cual salimos corriendo para conseguir poner algo en nuestras bocas. Un sargento Nazi me miró y me preguntó:
— ¿Pensás llegar algún día a la Jerusalem de los judíos? Quizás tu polvo logre llegar si hay buen viento después de que te incineremos.
Jamás me olvidé de ese momento. En esos años de infierno recibí golpes que podían haberme matado, pasé degradaciones, me dejaban hambriento a propósito, me obligaban a hacer trabajos físicos amenazándome de muerte cada día que pasaba, y yo, sobrevivía.
Después de unos años nos llevaron caminando a la frontera entre Hungría y Austria; caminamos días y noches, casi sin comida ni agua; quien se rendía y se desmayaba, o no seguía la fila, inmediatamente recibía un disparo por parte de los nazis. Recuerdo que delante de mí caminaba una persona que por el simple hecho de agacharse para arrancar un pedazo de pasto y comerlo, pasó, en un segundo, a ser uno más de los cadáveres que veíamos a los costados del camino.
La mayoría no sobrevivió. Después de una caminata de semanas llegamos al campamento de exterminio Mauthausen en Austria; yo tenía 17 años y se trataba de uno de los campamentos más terribles de todos. Más tarde nos pasaron a otro campamento cercano, hasta que el 5 de mayo el ejército americano me liberó junto a los demás judíos que habíamos sobrevivido.
Después de averiguar por el resto de mi familia descubrí que me había quedado solo ya que todos habían sido exterminados. Tenía un hermano y dos hermanas.
Después de una odisea logré llegar a Israel y al poco tiempo me encontré combatiendo en la Guerra de la Independencia. Luego, tuve la suerte de poder construir un hogar propio.
Gracias a Dios pude construir una familia, todos mis hijos estudiaron en yeshivot (institutos de estudios ortodoxos) y dedican sus vidas al estudio de la Toráh. Toda mi vida trabajé y cuando me jubilé, mi familia estaba feliz de poder disfrutarme a pleno, pero yo tenía otros planes y a las semanas vine al Kotel a pedir trabajo. Me dijeron que era una persona mayor y que no tenían lo que ofrecerme, pero yo les insistí para que me tomaran estando dispuesto a hacer cualquier cosa.
—Denme una oportunidad y yo no los voy a defraudar — les dije—
Me ofrecieron trabajar limpiando las piedras del Kotel. ¡No hubo en el mundo una persona más feliz que yo ese día!
Desde entonces, día a día me levanto a las 5 de la mañana para estar aquí a las 6:00. Cuando nieva llego caminando para no perderme ni un solo día de trabajo. Nunca miro el reloj; disfruto de este trabajo minuto a minuto y cada vez que limpio las piedras no dejo ningún rastro de polvo y esa es mi venganza hacia ese sargento Nazi, es la venganza más judía que pueda existir.

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