sábado, 14 de marzo de 2015

Cuentos del Pastor... DE VUELTA A LA ESCENA

Estando en una fiesta familiar, me tomé unos momentos a solas para hacer esta corta oración:
-Señor, que hoy pase inadvertido delante de esta gente. No sé exactamente que me hace sentir incómodo, pero no quiero esta noche ser el centro de atención.
La razón de mis palabras las examiné toda esa velada. Y preguntas venían a mi cabeza, buscando una respuesta a esa “placentera seguridad” que encontraba en el anonimato.
Y fue entonces, sin previo aviso, que mis recuerdos me llevaron a esta historia donde encontré la raíz del problema:
Mi madre tenía 35 años cuando, profundamente enamorada de mi padre, me sintió por primera vez en su vientre.
Había pasado, según recuerda, más de tres meses sin que ella se diera cuenta.
Hace medio siglo atrás estar embarazada en condición de mamá soltera, era casi una mala palabra. Mi familia muy evangélica, conservadora, y prejuiciosa no era tampoco el mejor ámbito para que se diera esa situación.
Así en ese marco y sin poder encubrirme más, mi mamá decidió hacer un viaje para “acompañar a su hermana mayor” que la necesitaba; así terminaría al menos la presión diaria de ocultar lo inevitable.
Desde la distancia mamá encontró valor para decir lo que pasaba, y finalmente todos se enteraron del asunto.
Los siguientes meses y hasta mi nacimiento, se transformarían en una lucha aguerrida entre el orgullo familiar, y la aceptación amorosa del nuevo integrante de la familia.
Había muchas “cosas importantes” en juego para mi abuela materna: Su necesidad imperiosa de limpiar el buen nombre; ya que el presumido honor del apellido se caía a pedazos, y la vergüenza familiar se hacía intolerable.
Nací un 22 de febrero; me recibieron los brazos de mamá, y un puñado de desconocidos alrededor. No hubo presencia, ni festejo familiar.
A los pocos días un llamado telefónico de mi abuela, parecía calmarlo todo. Mi madre saltaba de contenta.
Las promesas falsas de mi abuela decían que:
-“todo estaría bien, que ellos aceptaban la realidad y que ayudarían en todo lo que haga falta.
Esto animó a mamá, quien hizo arreglos para el pronto regreso; sin sospechar lo que nos esperaba en la casa paterna.
Según relata mi madre, hubo un tibio recibimiento y una inmediata reunión familiar. Mi abuela sentada en la mesa y presidiendo todo dijo:
-Bueno, lo que está hecho, está hecho.
Pero… hay que sufrir las consecuencias. Y dejó caer la sentencia, como una lluvia de piedras, sobre mamá:
-Desde hoy y por un año no quiero ver a ese chico. ¡Se quedará encerrado en la oscuridad de una pieza! Y en cuanto a usted, -señalando a mamá- servirá de aquí en más a toda la familia.
Este fue mi comienzo en el mundo.
Así me recibía la vida entre los hombres. Así lo capto fuertemente mi alma, y me dejó marcas que hasta ahora aun resisten el paso de los años.
Reflexión
Nunca antes había encontrado tantas respuestas, como las que surgieron al recordar este evento.
Aquí se encontraba la naturaleza de mi “cómodo anonimato”.
El pasar desapercibido, y la necesidad de ocultarme habían sido captadas por ese pequeño, que tenía que estar oculto en el vientre, y luego encerrado en una habitación.
Esta situación me relajaba, y me hacía sentir que era “lo mejor” para todos.
Por supuesto, luego vendrían otras explicaciones a mi comportamiento en la vida: como la necesidad de dignificar a mamá, esa mujer que había resignado su lugar de hija y había sufrido tanta humillación; el perfeccionismo y la urgente necesidad de sobresalir y traer valor al apellido; el hacer cosas para conquistar los afectos y el orgullo familiar; el ensimismamiento y la soledad como elección de un permanente estado; el ser socialmente aceptado, Etc.
Sé también que la situación pudo dispararse a otro lugar; podía haberme transformado en una persona maldita y resentida. Sin embargo el Señor llegó a tiempo en mi vida, y pude reorientar, y dar un propósito digno a esta lamentable bienvenida que me ofrecía la miseria humana.
Esa noche, en la cena, me recuperé rápidamente pensando esto:
-Alguien se quería asegurar desde entonces que yo no esté, alguien me quería fuera de escena, alguien me quería escondido; y sin duda no era mi orgullosa abuela.
A Dios gracias, por su infinita misericordia sobre mí, ahora estoy y puedo aparecer.
Hoy quise contarlo con la seguridad de que alguien puede verse identificado. Y con la certeza de que Él puede usar el dolor, el desprecio recibido, y hasta la misma torpeza humana para traer con, y a través de nosotros más Gloria para su Gloria.
Si se trata de vos, ¡Salgamos de vuelta a la escena!
Pastor Rubén Herrera

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